"No codiciarás la casa de tu prójimo, no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su criada, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna de tu prójimo."
Éxodo 20:17 (RVR60)
En el umbral del Decálogo, después de recorrer mandamientos que regulan nuestra relación con Dios y con los demás, llegamos a esta última palabra que parece resonar en un terreno distinto: el territorio interno del corazón. Los primeros mandamientos tratan sobre acciones; este versa sobre actitudes. Mientras los anteriores pueden, en cierta medida, ser observados exteriormente, este décimo mandamiento penetra hasta lo más profundo de la conciencia, allí donde solo Dios y nosotros habitamos.
La codicia es un anhelo desordenado, un deseo que traspasa los límites de la satisfacción para convertirse en una obsesión posesiva. Dios, al incluir este mandamiento, revela que para Él no solo importa lo que hacemos, sino lo que deseamos en lo secreto. La codicia es la semilla de la que brotan muchos otros pecados: el robo, el adulterio, la injusticia y la infidelidad. Al prohibirla, Dios protege no solo la propiedad del prójimo, sino la integridad de nuestro propio corazón.
Observemos la especificidad del versículo. Dios no prohíbe simplemente "codiciar", sino que enumera: casa, esposa, siervos, animales, y finalmente "cosa alguna". Es un recordatorio de que la codicia puede dirigirse a cualquier aspecto de la vida del otro: sus relaciones, su posición, sus posesiones, su éxito. Esta enumeración nos confronta con nuestras propias tentaciones: ¿Miramos con envidia la estabilidad familiar de otro? ¿Desearíamos el reconocimiento que recibe un compañero? ¿Anhelamos el bienestar económico ajeno como si fuera un derecho nuestro?
La sociedad actual, lejos de disuadir la codicia, la alimenta constantemente. La publicidad se basa en hacernos descontentos con lo que tenemos, creando necesidades artificiales. Las redes sociales exhiben versiones curadas de la vida ajena, fomentando la comparación y la insatisfacción. En este contexto, el mandamiento de no codiciar no es un restrictivo legal, sino un bálsamo liberador. Nos invita a un contentamiento radical que no depende de las circunstancias, sino de la convicción de que Dios es nuestro proveedor y que, en Su soberanía, nos ha dado exactamente lo que necesitamos para cumplir Su propósito.
El apóstol Pablo, reflexionando sobre este mandamiento en Romanos 7:7, reconoce que la ley saca a la luz el pecado: "Yo no conocí el pecado sino por la ley; porque tampoco conociera la codicia, si la ley no dijera: No codiciarás". La codicia revela nuestra naturaleza caída, nuestra tendencia a creer que la felicidad está en lo que no tenemos, en lugar de en Aquel que ya nos lo ha dado todo en Cristo.
Jesús llevó este principio aún más lejos en el Sermón del Monte: "Pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón" (Mateo 5:28). Para Cristo, el corazón es el campo de batalla donde se gana o se pierde la integridad. No codiciar, entonces, no es simplemente una restricción externa; es una invitación a cultivar un corazón agradecido, confiado y satisfecho en Dios.
El antídoto divino contra la codicia se encuentra en Hebreos 13:5: "Sean vuestras costumbres sin avaricia; contentos con lo que tenéis ahora; porque él dijo: No te desampararé, ni te dejaré". La verdadera satisfacción nace de la convicción de la presencia y provisión constante de Dios. Cuando creemos que Él es suficiente, que Su gracia nos basta, dejamos de mirar con envidia lo ajeno y comenzamos a valorar con gratitud lo propio.
Hoy, examinemos nuestros corazones. ¿Qué deseos desordenados habitan en ellos? ¿Qué posesiones, relaciones o reconocimientos ajenos hemos convertido en objeto de nuestra insatisfacción? Recordemos que la codicia no solo daña nuestra relación con los demás, sino que, fundamentalmente, es una declaración de incredulidad hacia la bondad y provisión de Dios.
Oración
Padre celestial,
Tú que ves lo más secreto de nuestro corazón,
te confesamos hoy que muchas veces hemos permitido
que la semilla de la codicia eche raíces en nuestro interior.
Hemos mirado con envidia lo que otros poseen,
olvidando las innumerables bendiciones que tú nos has dado.
Perdónanos por buscar satisfacción en lo que no tenemos,
en lugar de hallar plenitud en tu presencia.
Ayúdanos a cultivar un corazón agradecido,
contento con tu provisión diaria.
Que nuestra mirada no se fije en lo terrenal y pasajero,
sino en las riquezas eternas que nos has prometido en Cristo.
Transforma nuestros deseos, Señor,
para que anhelemos más de ti y menos de este mundo.
Enséñanos a celebrar las bendiciones de otros
como si fueran propias,
confiando en que tú distribuyes tus dones
con perfecta sabiduría y amor.
Que nuestro corazón descanse en tu cuidado paterno,
seguros de que nunca nos abandonarás,
y de que en ti tenemos herencia incorruptible.
En el nombre de Jesús, quien es nuestra mayor posesión,
amén.
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