El libro de Eclesiastés, con su tono a menudo sombrío y realista, nos confronta con la vanidad de la vida bajo el sol. Sin embargo, en medio de esta reflexión cruda, emergen destellos de sabiduría práctica y eterna que iluminan nuestro caminar. Uno de estos destellos se encuentra en el capítulo 11, versículo 10: "Quita, pues, el enojo de tu corazón, y aparta de tu carne el mal; porque la adolescencia y la juventud son vanidad." (Eclesiastés 11:10, RVR60).
A primera vista, este versículo podría parecer una simple advertencia moral. Pero al sumergirnos en sus profundidades, descubrimos un manantial de verdad para el alma. El Predicador, con la autoridad de quien ha visto y vivido todo, no nos está dando un consejo trivial. Nos está señalando el camino hacia un gozo auténtico y una vida plena, incluso en un mundo marcado por la fugacidad.
"Quita, pues, el enojo de tu corazón..."
El mandato comienza en el lugar más íntimo: el corazón. El "enojo" aquí no se refiere solo a un arrebato momentáneo. Es una palabra que abarca la tristeza, la ansiedad, la irritación profunda y la amargura que se instalan en lo más recóndito de nuestro ser. Es el peso de las decepciones, la frustración por los planes fallidos y la rabia contra la injusticia que puede consumirnos silenciosamente por dentro.
Dios nos ordena que quitemos este enojo. No es un sentimiento que debamos aceptar pasivamente o con lo que debamos aprender a convivir. Es una maleza que debe ser arrancada de raíz. Requiere una acción deliberada de nuestra parte: perdonar cuando hemos sido heridos, soltar el resentimiento que nos ata, confiar nuestras cargas al Señor en oración y elegir deliberadamente la paz de Cristo que sobrepasa todo entendimiento. Un corazón cargado de enojo es un corazón que no puede latir con el gozo para el cual fue creado.
"...y aparta de tu carne el mal."
La segunda parte del mandato se dirige a nuestra naturaleza externa, a nuestra "carne" – nuestros apetitos, pasiones y comportamientos pecaminosos. El "mal" aquí es todo aquello que se opone a la santidad de Dios y que daña nuestra alma y nuestro testimonio. Son los hábitos destructivos, las complacencias secretas, las palabras ásperas y las acciones que manchan nuestra conciencia.
Notemos el lenguaje activo: aparta. No se nos dice simplemente que "evitemos" el mal, sino que lo alejemos activamente de nosotros. Esto implica huir de la tentación (2 Timoteo 2:22), mortificar las obras de la carne (Romanos 8:13) y revestirnos del nuevo hombre creado según Dios (Efesios 4:22-24). Es una batalla constante, pero es una batalla que se libra con la armadura de Dios y el poder del Espíritu Santo. No podemos experimentar la plenitud de la vida que Dios ofrece si estamos encadenados a los deseos que nos destruyen.
"...porque la adolescencia y la juventud son vanidad."
Aquí está la razón de peso, el motor que debe impulsarnos a la acción. La vida es increíblemente breve. Los días de vigor, energía y aparente invencibilidad – la "juventud" – pasan con una rapidez desconcertante. Son "vanidad", no porque no tengan valor, sino porque son efímeros, como un vapor que se disipa. Este no es un llamado a un ascetismo triste, sino todo lo contrario. Es un recordatorio urgente de que no debemos malgastar nuestros días más preciosos cargando pesos inútiles y persiguiendo sombras.
Dios nos ha dado el don de la vida, y la juventud es una etapa particularmente dinámica de ese regalo. ¿Por qué desperdiciarla alimentando una amargura que envenena el presente o entregándose a placeres fugaces que dejan un vacío mayor? El Predicador nos insta a invertir nuestra energía y nuestro tiempo en lo que perdura. A quitar lo que nos impide amar bien, servir con gozo y caminar en libertad. Cada día es una oportunidad para vivir con propósito eterno, y ese propósito se ve entorpecido por el enojo en el corazón y el mal en nuestra conducta.
Conclusión:
Eclesiastés 11:10 es, en esencia, una invitación a la libertad y al gozo. Es un llamado a hacer limpieza espiritual. No podemos llenar nuestras manos de los tesoros de la gracia de Dios si están aferradas a los escombros del enojo y el pecado. Al quitar la amargura y apartar el mal, no estamos creando un vacío; estamos haciendo espacio para que el Espíritu Santo llene nuestra vida con su fruto: amor, gozo, paz, paciencia y benignidad.
Hoy, examina tu corazón. ¿Qué enojo, qué tristeza pesada, necesitas quitar y colocar a los pies de Jesús? ¿Qué hábito o patrón de pensamiento malo necesitas apartar mediante Su poder? No pospongas esta obra. Porque la vida es breve, y cada día es un regalo demasiado valioso para vivirlo en cautiverio. Elige hoy el camino del gozo: el camino de un corazón limpio y una vida consagrada.
Oración:
Señor Dios y Padre nuestro,
Reconozco ante Ti la fragilidad de mi vida y la brevedad de mis días. Vengo a Ti con el corazón cargado, pidiéndote que me ayudes a obedecer tu Palabra.
Por el poder de tu Espíritu Santo, ayúdame a quitar todo enojo, toda amargura, toda ansiedad y toda tristeza que haya echado raíces en lo profundo de mi corazón. Dame la gracia de perdonar como Tú me has perdonado, y de confiar en tu soberanía perfecta cuando las circunstancias me afligen. Lávame y lléname de tu paz.
Y te ruego, Señor, que me des la fortaleza para apartar de mi vida todo mal. Toda palabra ociosa, todo hábito pecaminoso, toda complacencia que dañe mi comunión contigo. Purifíame, sántame y guía mis pasos por el camino de la justicia. Que mi vida, en cuerpo y espíritu, te glorifique.
No quiero malgastar el precioso don de mi vida, oh Dios. Quiero vivir cada día, ya sea de juventud o de vejez, con un corazón liviano y un espíritu gozoso, sirviéndote a Ti y amando a los demás. Que mi existencia no sea en vano, sino que refleje tu amor y tu verdad.
En el nombre poderoso de Jesús, el que quita el pecado y da el gozo verdadero, Amén.
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