UN SOLO LEGISLADOR Y JUEZ

“Uno solo es el dador de la ley, que puede salvar y perder; pero tú, ¿quién eres para que juzgues a otro?”
Santiago 4:12 (RVR60)

Introducción: La Tendencia de Juzgar
En un mundo hiperconectado, donde las opiniones fluyen constantemente en redes sociales y conversaciones, la práctica de juzgar al prójimo se ha vuelto casi un deporte nacional. Emitimos veredictos sobre la vida, las decisiones, la fe e incluso las intenciones de los demás con una facilidad pasmosa. Nos sentamos en el sillón de jueces, con el martillo de la crítica siempre listo, creyendo que tenemos la autoridad y la sabiduría para dictar sentencia. Sin embargo, en medio de esta ruidosa corte de opiniones humanas, la Palabra de Dios nos confronta con una verdad solemne y liberadora a través de Santiago 4:12.

I. La Soberanía Absoluta de Dios: “Uno solo es el dador de la ley…”
La declaración de Santiago es categórica: hay Uno solo que es el Dador de la Ley. Este título no es solo un atributo más de Dios; es una afirmación de Su soberanía absoluta. Él no es simplemente un intérprete de una ley superior o un juez que aplica un código preexistente. Él es la fuente misma de la ley. Su naturaleza santa, Su carácter justo y Su amor perfecto son el fundamento de todo principio moral y espiritual.

Reflexionemos por un momento: cuando juzgamos a otros, ¿sobre qué base lo hacemos? A menudo, sobre nuestros propios estándares subjetivos, nuestras preferencias culturales, nuestras heridas no sanadas o nuestros prejuicios. Nos erigimos como pequeños legisladores, creando nuestras propias leyes minúsculas y luego condenando a quienes no las cumplen. Pero Dios nos recuerda que Él es el único Legislador. Su ley es eterna, inmutable y perfecta. Nuestras opiniones son fluctuantes y falibles; Su Palabra es el estándar definitivo.

II. El Poder Supremo de Dios: “…que puede salvar y perder…”
El versículo no solo habla de la autoridad legislativa de Dios, sino también de Su poder ejecutivo y judicial. Él es el único con el poder de “salvar y perder”. Esta es una declaración de Su autoridad última sobre el destino eterno de las personas.

Cuando juzgamos, estamos intentando usurpar un poder que no nos pertenece. Podemos señalar faltas, podemos condenar acciones, pero no tenemos en nuestras manos la capacidad de salvar o condenar un alma. Solo Dios, en Su misericordia y justicia perfectas, tiene ese derecho. Él es el Juez justo que, al mismo tiempo, en la persona de Jesucristo, se ofreció a sí mismo para ser el Salvador. Él tomó el juicio que merecíamos para poder ofrecernos la salvación que no merecíamos.

Al recordar que solo Dios puede salvar o perder, nuestra actitud hacia los demás debe transformarse. Deja de ser una de condena y se convierte en una de intercesión y gracia. Nuestro rol no es decidir el destino de alguien, sino señalar hacia el único que puede redimirlo.

III. La Pregunta Convincente: “…pero tú, ¿quién eres para que juzgues a otro?”
Después de establecer la majestad y la autoridad única de Dios, Santiago dirige la mirada hacia nosotros con una pregunta penetrante y humillante: “¿quién eres tú?”. Esta no es una pregunta para destruirnos, sino para ponernos en nuestro lugar correcto, que es un lugar de dependencia y humildad.

¿Quién soy yo, una criatura finita y pecadora, para sentarme en el trono del Juez Eterno? ¿Quién soy yo, que tantas veces he fallado y he necesitado misericordia, para negársela a mi hermano? Esta pregunta desinfla nuestro ego, disuelve nuestra arrogancia y nos lleva a una profunda introspección. Nos recuerda que nosotros también estamos bajo la misma ley y necesitamos la misma gracia.

Juzgar a otros no solo es un acto de usurpación de la autoridad de Dios, sino también un acto de auto-engaño. Nos hace creer que somos superiores, más espirituales o más justos. La verdad es que, al condenar al otro, a menudo estamos señalando el pecado que nos negamos a ver en nosotros mismos.

IV. La Aplicación Práctica: De Jueces a Siervos Misericordiosos
Entonces, si nuestro llamado no es ser jueces, ¿cuál es? Santiago, a lo largo de su carta, nos da la respuesta:

Examínate a ti mismo primero (Santiago 1:23-25): La Palabra de Dios es un espejo para vernos a nosotros mismos, no un telescopio para escudriñar los defectos de los demás. La humildad comanza por casa.

Sé rápido para oír, lento para hablar, lento para airarte (Santiago 1:19): Muchos juicios erróneos surgirían si simplemente escucháramos más y habláramos menos.

Practica la misericordia triunfante (Santiago 2:13): La misericordia que hemos recibido de Dios debe fluir hacia los demás. La misericordia no ignora el pecado, pero responde a él con la misma gracia que Cristo nos mostró.

Intercede en lugar de acusar: En lugar de condenar a una persona con nuestras palabras, podemos llevarla ante el trono de la gracia en oración, confiando en que el único Juez justo y misericordioso hará lo correcto.

Conclusión: Descansando en el Único Juez Justo
Hay un profundo descanso en reconocer que Dios es el único Legislador y Juez. Significa que podemos soltar la pesada carga de tener que arreglar, condenar o controlar a los demás. Podemos confiar en que Él, que es perfectamente justo y infinitamente misericordioso, está en control. Nuestra responsabilidad es vivir en sumisión a Su ley de amor, extendiendo Su gracia y reflejando Su carácter en un mundo tan necesitado de un Juez que, a la vez, es un Salvador.

Oración
Padre Celestial, Legislador Eterno y Juez Justo,

Nos postramos delante de ti hoy con corazones humillados. Reconozco que tan a menudo me he erigido como juez de mis hermanos, criticando sus caminos, condenando sus decisiones y asumiendo una autoridad que solo te pertenece a Ti. Perdóname, Señor, por esta arrogancia y por usurpar tu lugar.

Gracias porque Tú eres el único Dador de la Ley, un Dios santo y perfecto. Gracias porque tu justicia está equilibrada con tu misericordia, y que en Cristo, ofreces salvación y no condenación para todos los que creen.

Hoy, elijo soltar el martillo de la crítica. Ayúdame a recordar mi lugar: soy un receptor de tu gracia, un siervo que necesita de tu misericordia cada día. Transforma mi corazón para que, en lugar de juzgar, pueda practicar la misericordia. En lugar de condenar, pueda interceder. Y en lugar de señalar con el dedo, pueda extender una mano de amor y restauración.

Que mi vida refleje la humildad de Cristo, quien, siendo el Juez de todos, se humilló a sí mismo para ser nuestro Salvador. Confío en tu juicio perfecto y descanso en tu gracia redentora.

En el nombre poderoso de Jesús, el único Mediador entre Dios y los hombres, Amén.

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